31.3.07

J'aime pas l'amour?

No iba a ser fácil. Siempre lo supieron. Sobre todo ella. Ella era más grande. Ella tenía más experiencia. Ella era pública. Ella estaba aterrada. Verdaderamente no tenía idea de qué hacer.
Años de dedicarse a convencer a la gente de hacer cualquier cosa, de hablar frente a decenas de personas, de ser considerada como una referencia entre pares. Años de relaciones encima. Años de salir con gente más grande. Años de análisis. Años de mentirse a sí misma.
Edurecerse sin perder la ternura, en rojo, grande, pintado en su pared. La frase del Che la miraba. La obligaba a cuestionarse todas las noches.
Se había endurecido. Era la contenedora de todas las personas a quienes quería. Era la que hablaba en las asambleas, la que discutía con las teóricas que le llevaban cuarenta años, era la que era respetada, la que le sonreía a cada persona que entrara al bar, por peor que le cayera. Era la lesbiana de la que las familias advertían a sus hijas y de eso hacía una militancia pública, popular y teórica.
Hasta que un día lloró leyendo el capítulo uno de Rayuela. Estaba en un colectivo. Era otoño y llovía en Buenos Aires. No era de esas personas que apretaban el pomo del dentífrico desde abajo, pero tampoco podía quedar en una hora en un barrio y esperar cruzarse con la otra persona como si nada. Era una persona que jamás hubiera podido dejar sus libros apilados en el piso, a merced del café que se cae de una taza con la estampa de la puerta de Metropolitan Museum of Art. No era un intento de bohemia. No era un intelectual autoexhiliado en París.
Pero necesitaba la fragilidad de esos personajes.
Y la encontró. En la coordenada tempoespacial más impensada. En la persona más impensada. En la parada de un colectivo en Belgrano. Era de tarde (siempre es de tarde) y llevaban horas hablando de sus amores y desamores, del resto del mundo.
Ella nunca se lo había planteado. Nunca, jamás, podría haber pensado en que esa persona que tenía a menos de un metro y que amanezaba con tirarla, haciendo uso de su falta de equilibrio, podía ser no solo un objeto de deseo. Sino, uno de desvelo.
Y ese día, cuando leía a Julio, miró por la ventanilla y pensó en que la revolución es un acto de amor. Y que lo más revolucionario que había hecho fue ese beso. Fue reconocer su propia falta de ternura y empezar a cambiarlo. Afrontar su real necesidad de citarse en una hora en un barrio y esperar cruzarse con la otra persona. Cerrar el libro, bajarse, e irla a buscar. Encontrarla en Belgrano, de tarde, escuchando Olivia Ruiz y pensar en que la culpa le importa bastante poco porque, al fin y al cabo, se había endurecido.






















sábado voluntarioso
luche y vuelve

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ella si se lo habia planteado. varias veces habia pensado q esa persona q tenia a mucho menos q un metro podia ser un objeto de deseo. xq, sinceramente, ya era uno de desvelo.

Charini dijo...
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