27.7.09

Rayuela. Capítulo 73. Un tornillo.

Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinamos. Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego.

Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías: el Yin y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El solo hecho de interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible. Que sí, que no, que en ésta está… Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la transforma en otra cosa. Entre el Yin y el Yang, ¿cuántos eones? Del sí al no, ¿cuántos quizá? Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros, Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende, una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el tornillo debía ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella… ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete. Así es cómo París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.

(desestigmatizando ciertos barrios de cierta ciudad)

16.7.09

Industria Nacional (post varias cosas)

San Telmo del post Cromañón, frío, clericó volcado en la mesa después del brindis. No sabíamos por qué brindábamos, pero era necesario, cada cinco minutos reforzar la unión.
Un buzo de los Gardeles, otro de Ramones. Una pollera a cuadritos blancos y negros con medias rojas sobre All Stars negras, sweater prolijamente verde. Y vos, toda de negro con un collar fuxia.
Él todo el tiempo diciéndote por dónde pasar, qué tomar, qué decir. Qué callar. La mesa, toda, azorada de esa nueva veta que dejaba entrever el activista de SIMECA.
De la microagitación y la poesía surrealista -¡del madí!- al stalinismo sin solución de continuidad.
(Digno recordar las horas previas al clericó ya volcado: ocho personas saltando la zanja entre la avenida y el terraplén de la autopista, dos porros para 7 personas. Del paraguayo, feo, que había sobrevivido a la temporada alta en el sur. Una botella de vino el Diego con alguna gaseosa industria nacional. Frío helado que se te metía entre los huesos. Las ansias de irnos. La cana que pasaba todo el tiempo, pero ni le interesaba cruzar la zanja para molestarse por nosotrxs. Hablar de tatuajes en las piernas para manternlas vivas, a ellas, que se nos aparecían hasta en los sueños. Las asambleas que perdimos. Las instituciones a las que no entrábamos. Y las luces de los autos pasando a toda velocidad, si hubiera tenido una cámara)
Nos miramos, divertidas y horrorizadas. Sin saber qué más hacer. Sin querer buscar ya otro bar en el cual nos dejaran quedarnos sin que todxs consumieran y pedir otro clericó horrible de vino tinto con reggae suburbano de fondo, ceniceros atiborrados de bolitas hechas con las servilletas. Queríamos una pizza del Federal, jazz, cerveza artesanal. Chicas con vestidos de colores sobre pantalones oxford, enamorarnos de un artesano de plaza Dorrergo e inventar viajes al sur que jamás íbamos a hacer. Escuchar Sabina. Bailar beatles en una vieja casa del lugar y leer a Julio. Olvidarnos de las muertes y las marchas y el calor agobiante frente a la morgue, dejar atrás Constitución y recuperar las frases hermosas de Orwell, mirar Clueless sabiendo los diálogos de memoria mientras pasamos nachos con queso.
Quéríamos amores insurrectos pero no suicidas.
El activista de SIMECA devenido estalino se levanta, va al baño, se detiene a mirar los pósters que cuelgan de esas paredes desde hace quince años en el mismo bar donde cada viernes van a quedarse dormidxs con el clericó -en el mejor de los casos- caliente esparcido sobre la mesa de madera escrita con llaves. Vos y yo nos miramos, sabiendo qué teníamos que hacer. Nos levantamos. Nos pusimos los tapados y salimos. Pedimos un taxi. Y volvimos a Palermo dejando atrás ese San Telmo que no es for export, pura industria nacional, casi costumbrista de esa parte del mundo donde ni la okupación es una salida aparente.

13.7.09

cumbiera intelectual

Ella vestía un tapado gris hasta las pantorrillas, parecía soviética de pronto. Una bufanda tejida enorme roja la estrangulaba de a poco y a veces le tapaba la nariz. Las medias son tan abrigadas como un pantalón, decía señalándose las medias de lana verdes. Prendió un cigarrillo y empezó a caminar, atravesando el frío helado de las diagonales platenses. Yo la seguía, hipnotizada. Ni tan abrigada ni tan espléndida ni tan imponente. Pero hipnotizada. Caminamos por todo el cuadrado de La Plata. Cada tanto parábamos para recordar el estribillo de una canción de Flaming Lips y seguíamos, a paso rápido, una y otra cuadra. Hasta que me animé: ¿a dónde vamos? Giró súbitamente la cabeza, pestaneó para clavarme los ojos negros en los míos, me achiqué, sonrió, me tomó de la mano y me dijo, lisa y llanamente, "a mi cama".
Llegamos a un edifcio nuevo, color cremita, con los marcos de las ventanas plateados y vidrios enormes con cortinas blancas. Abrió la puerta y entramos. En el ascensor pensé que estaba en una película independiente inglesa. Volvió a tomarme la mano. Entramos a su casa. Era un monoambiente mínimo. Casi una caja de zapatos, caros, pero caja al fin. Había una cama que ocupaba la mitad del espacio, con un edredón naranja enredado con las sábanas celestes. En la barra había tazas de varios colores y tamaños. Se sacó el tapado. En ese momento, mientras lo colgaba en el perchero, la miré, de lejos, encorvada, mínima, pálida. Quise irme. O abrazarla. Me reí. Me reí como desde hacía mucho tiempo no me reía.
Esa fue nuestra primera noche juntas. La única, haciendo honor a la verdad.
Yo quería rigor, estaba cansada de los muros que levantan las películas de Goddard y los libros de Sartre. Quería escuchar Calle 13 y reirme, tomar cerveza del pico en una fiesta con el piso pegajoso y coger sin seguir recomendaciones de tesis doctorales. Quería salir de los grupos de discusión sobre la poesía de Zafo y leer a Benedetti y llorar si quería. Y comer nachos con queso viendo Lost por decímo fin de semana seguido.
Y seguir eligiéndote.